Entre pregones de comerciantes
como “llévele, llévele”, o el ya conocidísimo
“bara, bara”, se alza el barrio de la
Merced, en pleno centro de la ciudad de México. Un barrio popular, primero por
la historia que cuentan sus calles y, segundo, por la gente que se congrega en
él para realizar transacciones comerciales.
En la Meche, puedes encontrar
desde dulces típicos mexicanos, bicicletas, ropa, comida, piñatas, disfraces…
hasta mujeres. Sí, mujeres expuestas y exhibidas comercializando sus cuerpos
que se traducen en minutos de placer.
La avenida San Pablo, que conecta
con la avenida Tlalpan, se adorna con estas mujeres que visten ropas ligeras y
mascan chicle. Mujeres que son ignoradas y hasta insultadas por la sociedad, por los comerciantes y compradores que
acuden a esa zona.
Parecen muñecas de aparador sin
aparador, ellas están al aire libre. Todos las vemos. Todos las desconocemos. Desconocemos
la problemática social y los gritos de ayuda que emanan de sus tacones altos y
transparentes. Cerramos los ojos ante la súplica de sus maquillajes exagerados
que piden una mirada compasiva, para que nos demos cuenta de que la pintura oculta
su edad.
¡Quítese pinche puta! –Le grita el cargador que maneja un diablo con
mercancía de un prominente comerciante que ha ido a surtirse. ¡Vieja piruja! –Le dice una señora a la
vez que cubre los ojos de su púber calenturiento que la miraba con deseo. ¿Cuánto por una hora, mamacita? –Le pregunta
un hombre que viste ropas desgarradas y que a dos calles apesta a sudor,
alcohol y humo.
La invisibilidad social de estas
mujeres, perturba en lo individual a los visitantes y nativos del barrio. Su existencia
la escupen quienes aluden a la buena moral, la doble, la hipócrita. La moral
que prefiere no darse cuenta de que son mujeres explotadas, amenazadas y que
tienen un proxeneta que las regentea.
Detrás de cada una de ellas hay
una historia doliente que contar. Hay unas que fueron captadas a través de
anuncios falsos de trabajo; otras que fueron cruelmente enamoradas por su
padrote, quién les ofreció una vida de reinas para tenerlas trabajando como
esclavas; unas más, están ahí porque de lo contrario asesinarían a su hija.
Todas tienen un grillete que las ata a la avenida San Pablo y que las obliga a
soportar vituperios.
Son mujeres que añoran sus pueblos,
a sus familias, amigas y un poco de compasión. Soportan que hombres
desconocidos las toquen; que otros, con mal olor, las penetren; algunos que con
ideas sádicas las contraten para verter en ellas sus fantasías.
Quizá la pregunta enigmática sea
¿Por qué existen tipos que comercializan el cuerpo de una mujer? Pues bien, la
respuesta es porque la demanda es fuerte y puedo encontrar muchas razones para
ello, más no justificaciones.
Primero, se tiene la mentecata idea
de que son mujeres con quienes un adolescente puede iniciar su vida sexual. Segundo,
hay hombres que no tienen pareja y por eso acuden a ellas; tercero, hombres
casados que no se atreven a tener juegos sexuales con su esposa y van con ellas
dónde no hay pudor para ejecutar sus fantasías.
Así podría teorizar ideas en
muchas páginas, sin embargo, me atrevo a pensar que la problemática surge a
causa de nuestra cultura patriarcal, donde se mira a la mujer con la obligación
de satisfacer sexualmente a los varones y entonces, ofertan sus cuerpos.
Quizá esta idea cambie cuando
aprendamos, culturalmente, a mirar a las mujeres como seres humanos tan libres
como ellos; sin obligaciones sexistas y con la firme y real mirada de que ningún
cuerpo tendría que ser comercializado sexualmente.
No es trabajo sexual, es
explotación sexual y lleva implícita la esclavitud.
Antes de volver a llamarlas
putas, pirujas, mujeres de la vida fácil, mujeres de moral distraída y demás,
te invito a que te detengas y reflexiones un poco en por qué aquella mujer está ahí,
parada en la esquina, ofreciendo su cuerpo y mascando chicle.
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