El café se ha enfriado.

 


El agua hierve, lo anuncian las burbujas que emanan del fondo del pocillo. María mira la televisión sin mirarla, su atención está en las caderas de Cecilia. Observa cómo, al momento de la ebullición del agua, Ceci se dirige a la cocina y comienza a preparar las dos tazas de café.

            ─ ¿Lo prefieres con crema? ─Al preguntarle le regala una media sonrisa con la que María se siente seducida y aún más enamorada. En los lentes de Cecilia se refleja la luz cambiante e insulsa del televisor. Alguna película a la que ninguna le presta la más mínima atención.

            ─Lo prefiero solo, gracias.

Cecilia no lo demuestra, pero de su interior emerge un leve temblor suscitado por su vertiginoso corazón. Es la primera vez que invita a una chica a su departamento y eso le provoca, además de alegría, un gran nerviosismo.

            Se dirige a la sala con las tazas en ambas manos. Las coloca sobre la mesa de centro tipo vintage, se sienta a lado de María, quien disimula su mirada volteando hacia el televisor. Las dos sonríen con timidez, con coquetería, con vehemencia.

            María tampoco quiere demostrarlo, pero es la primera vez que de verdad está enamorada. A sus veinticinco años solo ha tenido relaciones superfluas, sexo sin sentimiento; esto que le pasa con la chica de edición es algo sumamente extraño, rebasa todo tipo de simples gustos. Toma su taza de café y el perfume le golpea el olfato tan sutilmente que cierra los ojos y aspira profundamente.

            ─¡Cuidado! Está hirviendo ─le advierte Cecilia con real preocupación. Como nunca antes la había sentido por persona alguna. A ella también le sucede algo extraño con la diseñadora. Desde aquella primera vez que se vieron en la comida navideña de la empresa, no han podido quitarse los ojos de encima; siete meses después ahí están las dos mujeres, sentadas en la sala de terciopelo roja. Dispuestas a conquistar lo inconquistable.

            Ambas ríen con complicidad, con alegría, embelesadas.

            María pone una de sus manos sobre la rodilla de Cecilia, intenta decirle algo; los labios de Cecilia la callan suavemente, con torpeza. María, la que pregonaba ser experta, se paraliza. Lo que siente al percibir los labios de aquella mujer de ojos esperanzados no sabía que existía. Hace que su piel se erice. El aliento cálido y la lengua juguetona de Ceci logran que, sin tocarla, su sexo comience a mojarse.

            María entonces, con manos temblorosas, se aferra a la cintura de Ceci y toma el control del momento. Aquella posee un cuerpo inmaculado, hasta sus veinte años se ha guardado para el amor verdadero, como sus padres le inculcaron desde la infancia. Tal vez como ellos mismos hicieron.

            Ceci está segura, sabe que María es “el amor de su vida”, eso dirá cuando sus padres le pregunten por “el novio”. Así que no teme desnudar su alma frente a ella. Su piel desprende un aroma fresco, lo que enloquece a María y le hace perder todo juicio.

            Las dos mujeres, con toda seguridad, se despojan de sus prendas, como si al hacerlo aventaran cada crítica, cada temor y toda barrera que pudiera interponerse a lo que llaman amor diferente.

            El sonido del televisor sigue sin captar su atención. Los besos y las caricias aumentan su volumen y los gemidos de Cecilia opacan el ruido de la calle. No tienen idea del correr del tiempo. El amor, cuando se hace bien, no conoce de minutos.

            María logra lo que tanto había anhelado: sentir lo más profundo e íntimo del cuerpo de Cecilia, probarla, amarla. Por vez primera tiene miedo de lastimar, por lo que se detiene de vez en cuando a preguntarle si está bien, lo que hace que Cecilia se enamore un poco más de ella.

            El vientre de Cecilia arde. Los dedos de María quisieran preñarla de eternidad. Cecilia la deja entrar a su vida; al principio, un dolor un tanto incomodo inunda su cuerpo, minutos después es suplantado por un placer indescriptible. Sus pezones brotan como el botón de una delicada flor, María intenta alimentarse de ellos, con la ternura y la sensualidad que le regalan. Cecilia se retuerce al sentir su sexo ocupado por la piel de su amada, su piel despide gotas de sudor y de su boca emanan quejidos de placer. La mano de María se muestra incansable, quiere invadir toda profundidad, desea inseminar a Cecilia de sus planes para el futuro; quiere embarazarla de sus ideales para que juntas caminen por el mundo, para que el fruto las una perpetuamente. Las uñas de Cecilia se clavan en la espalda de María, le rasguñan, sus manos acarician su nuca. Las dos mujeres alcanzan el éxtasis. Explotan. Sus almas se han fundido. Sus cuerpos se han satisfecho con ternura.

            El cuerpo desnudo de María reposa sobre el cuerpo desnudo de Cecilia. Agitadas. Satisfechas. Sonrientes. La cabeza de María se acomoda entre los pechos hinchados de Cecilia, quien le revuelve el cabello tiernamente. Un momento de silencio donde formalizan su unión, se entregan la una a la otra para vivir, para construir, incluso para llorar, para amarse. Los sonidos de la calle comienzan a incorporarse de nuevo. El televisor logra que ambas le miren por un momento, sin importancia.

            ─¿Me pasas mi café? –Le pide María, incorporándose en el sillón, acomodándose el cabello. Cecilia obedece, busca la taza, la toma entre sus manos, sonríe traviesamente.

            ─Amor, el café se ha enfriado ambas ríen de buen grado. Sus labios se unen, se vuelven a amar. La televisión continúa encendida, para nadie.


Mónica Maydez. 


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